“La necessità di consolidamento del bilancio e la sostenibilità del debito pubblico sono fuori dubbio. Dimenticarselo sarebbe un disastro”. È questo il sottotitolo dell’articolo scritto da Juergen B. Donges, Professore di Economia all’Università di Colonia, per la rivista “El Espectador Incorrecto”. Vi proponiamo il testo integrale dell’articolo. Qui è possibile scaricare direttamente il pdf.

La sinrazón de relajar la fiscalidad

Una piedra angular de la Unión Monetaria Europea es la sosteniblidad de las finanzas públicas en cada uno de los estados miembros, en los que reside la prerrogativa de la política presupuestaria nacional. Así lo dispusieron con toda claridad los arquitectos del Tratado de Maastricht de 1992 y fue ratificado por el Consejo Europeo mediante el Pacto de Estabilidad y Crecimiento en 1997, dos años antes de entrar en circulación el euro. La sostenibilidad fue definida en términos de umbrales para el déficit público (3% sobre el PIB) y el volumen de la deuda estatal (60% sobre PIB). Pero no hay otro campo de política económica en el que estén más reñidos el rigor y la infracción como el de la política presupuestaria. Rigor significa mantener equilibrados gastos e ingresos en el promedio del ciclo coyuntural y hacer un uso eficiente de la recaudación tributaria. La infracción proviene de la tentación contínua de los políticos de comprar votos, para lo cual gastar más de lo que se ingresa y, por consiguiente endeudarse desenfrenadamente a cargo de futuras generaciones, parece ser la vía ideal. Pero no lo es, como ha puesto de manifiesto la reciente crisis de la deuda soberana en países que habían vivido por encima de sus posibilidades reales (no sólo en Grecia), que a punto estuvo de quebrar la zona euro.

La tentación endeudora de los políticos parece inparable. Actualmente se manifiesta en varios frentes. En el nuevo escenario polí- tico español, tras las elecciones generales del pasado 20 de diciembre, las izquierdas parlamentarias, tanto la moderada (Pedro Sánchez) como la radical (Pablo Iglesias), quieren acabar con los ajustes ficales, derogar la Ley de Estabilidad Presupuestaria de 2012, y abrir el grifo del gasto social hasta donde haga falta. También en otros países del euro soplan vientos de relajación presupuestaria. En Portugal, por ejemplo, por motivos de la ideología socialista, que no prevé el ahorro del dinero público. En otros casos dan munición diversos factores exógenos, como la crisis de los refugiados, por los costes que ocasiona, el terrorismo yihadista, que causa estragos en el presupuesto de defensa, o los conflictos con Rusia por el problema ucraniano, que como consecuencia de las sanciones de la UE restringen la exportación de bienes de equipo y armamento de diversos países, que hay que compensar con impulsos de demanda interna mediante medidas fiscales. Es todo un decir, sin pruebas sólidas, pero la gente se lo cree.

La Comisión Europea no es ajena a estos intentos de implantar un nuevo paradigma de relajación fiscal. El comisario de Asuntos Económicos y Monetarios, Pierre Moscovici, insiste cara al público en que los Gobiernos consoliden los presupuestos. Pero cuando fue ministro de Finanzas en el primer Gobierno de François Hollande apenas se esforzó por ponerlo en práctica en su país, que falta le hacía. Y en su función actual se muestra comprensivo frente a Gobiernos que solicitan una prórroga para los recortes fiscales acordados. El presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, cuya obligación es custodiar los tratados europeos, apenas se interesa por la disciplina presupuestaria porque considera que la UE padece una debilidad estructural de crecimiento y cree que lo importante es promover desde las esferas públicas europeas a cualquier precio la inversión en actividades innovadoras y estratégicas —por un volumen de 315.000 millones de euros en los años 2015-17, que es una cifra arbitraria—. En la economía de mercado son las empresas privadas las que deciden si invertir o no, y en qué áreas y con cuánto capital. Para que haya más inversión en Europa tienen que reinar condiciones económicas afables para la rentabilidad, entre ellas unas finanzas públicas sostenibles que eliminen el riesgo de subidas de impuestos en el futuro.

Desde 2013 está en vigor el Pacto de Estabilidad Fiscal. En él se comprometen los Gobiernos de los estados miembros de la UE que lo aprobaron (todos menos los del Reino Unido y la República Checa) a mantener las cuentas públicas ordenadas y equilibradas. De hecho, la consolidación fiscal fue en los últimos años uno de los objetivos prioritarios de numerosas políticas económicas nacionales, también en España bajo el Gobierno de Mariano Rajoy, pero no tanto en Francia (Hollande) e Italia (Matteo Renzi) donde las reglas fiscales europeas tradicionalmente son consideradas como una intromisión intolerable en la soberanía nacional.

ARGUMENTO. La política de consolidación fiscal rápidamente se convirtió en blanco de duras críticas desde círculos de pensamiento keynesiano (Krugman, Stiglitz, Piketty, Bofinger, entre otros). Políticos socialistas, funcionarios, sindicalistas y periodistas con sesgo izquierdista se subieron en todos los países al carro de estos críticos académicos tan eminentes. El argumento esgrimido es que los recortes del gasto público y las subidas de impuestos frenan la actividad y reducen el empleo. Con la vista puesta solo en el corto plazo, el argumento es correcto, pero vulgar, pues insinúa que hay procedimientos de curar una enfermedad sin que duela. No los hay, ni para las personas que tienen que someterse a una intervención quirúrgica, para no morir, ni para el Estado que tiene que poner en orden sus cuentas maltrechas, para no quebrar. A medio plazo, toda operación bien hecha surte efectos positivos: el paciente recupera su salud y el Estado mejora las condiciones de crecimiento económico y de creación de empleo porque el país recobra la confianza de los inversores empresariales y financieros. Esto es lo que ha sucedido en la zona euro en los países que se han puesto manos a la obra, sobre todo en Irlanda y España.

En los últimos años, la mayoría de los países de la zona euro ha ido reduciendo los déficits públicos. Algunos, como Alemania, Estonia y Luxemburgo, registran ahora un superávit. Para el conjunto de la zona euro, el déficit público en 2015 se situaba en el 2% sobre el PIB (un punto porcentual menos que en 2013). Para 2016 y 2017, la Comisión Europea prevé nuevas bajadas al 1,8% y 1,5%, respectivamente. En 2016, habría tres países con un déficit superior al 3%: España, Francia y Grecia; en 2017, solo quedaría Francia, según estas previsiones. Esto sería una evolución saludable y en la dirección correcta para reducir la deuda pú- blica acumulada, que sigue siendo excesiva. En 2015, se situaba en un 94% sobre PIB para el conjunto de la zona euro (2013: 95%); bajaría solo a un 92,9% en este ejercicio y un 91,3% en el próximo. En cinco países, entre ellos dos grandes como España e Italia, las cuotas superarían el 100%.

Según demuestran numerosos estudios empíricos, una cuotas de endeudamiento tan elevadas suponen una seria amenaza para la capacidad de crecimiento económico. De momento no se nota porque los tipos de interés están en mínimos históricos, también gracias a las políticas ultraexpansivas del BCE y el compromiso de su presidente, Mario Draghi, de intervenir en el mercado de la deuda con todo lo que fuera necesario para impedir una eventual subida notable de la prima de riesgo sobre bonos soberanos y corporativos. Además, el sostenido ritmo de actividad económica aumenta los ingresos públicos en concepto de recaudación tributaria y cotizaciones sociales y contiene las prestaciones por desempleo. Pero este escenario monetario y fiscal tan favorable para el Estado no va a ser permanente en el tiempo, sino que cambiará tarde o temprano. En cuanto vuelvan a subir los tipos de interés y se agote el ciclo expansivo (¿en 2017?) veremos cómo unos niveles excesivos de endeudamiento público elevarán la vulnerabilidad de las economías correspondientes. Y en la zona euro reaparecerán presiones nacionales de reestructurar (condonar) la deuda soberana a costa de los acreedores privados y públicos, lo cual provocaría graves tensiones en los mercados financieros e intensos conflictos políticos entre los países; el apego de los ciudadanos con la unión monetaria disminuiría, el avance de movimientos populistas antieuropeos (de derechas e izquierdas) proseguiría.

Así las cosas, la necesidad de consolidación fiscal y de sostenibilidad de la deuda pública está fuera de toda duda. La relajación fiscal como nuevo paradigma sería un desastre. La clave es el control del gasto público. El potencial para reducir costes y elevar el rendimiento del gasto es notable en prácticamente todos los países del euro. Podría haber una mayor eficiencia en la ejecución de los presupuestos, menos burocracia con afán regulatorio, más participación de la empresa privada en servicios cruciales como la educación y la sanidad y en infraestructuras económicas, una mayor precisión en las políticas sociales hacia los colectivos más desfavorecidos, una mejor evaluación de los resultados de las políticas activas de empleo, etc. Claro está que esto solamente funciona si se instala en las Administraciones públicas la cultura de la eficiencia y responsabilidad, por un lado, y el compromiso político de estar al servicio del interés común y no dejarse presionar por los habituales grupos de interés particular, por el otro. Algunos países del euro, como Holanda y Finlandia, sirven de ejemplo de una reforma exitosa de la gestión del gasto público. En España hay mucho debate sobre este tema, pero a la hora de proceder se ha avanzado poco y actualmente nadie sabe si los nuevos decisores políticos se van a ocupar de este asunto y mejorar resueltamente la gestión del gasto público.

REFUGIADOS. Frecuentemente se dice que las reglas fiscales europeas son demasiado rígidas para que un Gobierno pueda reaccionar en situaciones de crisis económica. Esto es un mito con la intención de confundir la opinión pública. El objetivo de la consolidación fiscal es el de erradicar las raíces estructurales del déficit público, es decir, todo aquello que provoca un gasto público persistente con independencia de si la economía va bien o mal. No se trata de eliminar un déficit causado por un debilitamiento de la demanda o una recesión económica; nadie pone en duda los efectos positivos de los llamados estabilizadores automáticos en los presupuestos. Con el umbral de un déficit del 3% sobre PIB existe un colchón lo suficientemente grueso incluso para tomar medidas fiscales de estímulo de la demanda, siempre y cuando estén bien diseñadas, cumplan el criterio de la eficacia y lleven fecha de caducidad. Como también es perfectamente compatible con las reglas fiscales europeas excederse de la norma del 3% en situaciones excepcionales. Una emergencia son catástrofes naturales, como un terremoto fuerte, amplias inundaciones de terrenos o incendios forestales de gran tamaño. Otra emergencia es un desplome acusado de la producción junto con una explosión del paro laboral a causa de factores exógenos que el Gobierno no puede controlar; así se procedió en la Gran Recesión de 2009, que fue provocada por las crisis financiera global de 2007-08. Lo que sí deben tener claro los Gobiernos es el carácter de transitoriedad de la políticas fiscales anticrisis. Tienen que evitar el riesgo moral de que los agentes económicos tomen las ayudas prestadas, generalmente subvenciones y exoneraciones tributarias, como algo que va a ser permanente; además de la distorsión de los incentivos económicos en los mercados surgiría un pernicioso efecto histéresis que lastraría estructuralmente los presupuestos del Estado.

La actual crisis de refugiados es considerada por algunos como una situación de emergencia que requiere un presupuesto suplementario. Este argumento no convence. El país más afectado es Alemania, con la afluencia de más de un millón de refugiados en 2015 y posiblemente casi otros tantos en este ejercicio. Se necesita una gran cantidad de alojamientos, hay que proveer asistencia sanitaria, y se requiere mucho personal adicional en el sector público, incluida la policía y las escuelas. Las estimaciones del Consejo alemán de Expertos Económicos sitúan el gasto público en el orden de unos 14.000 millones de euros en este año (0,5% del PIB). Esto es asumible, aunque tal vez no se pueda mantener el objetivo presupuestario actual de dé- ficit cero; en 2015, el presupuesto federal cerró con un superávit de 12.100 millones de euros (el doble de lo esperado). Sin olvidar que el gasto público adicional y el gasto de consumo de los refugiados suponen un estímulo a la demanda agregada que incrementará la recaudación tributaria (IVA). Las estimaciones de la Comisión Europea prevén para el conjunto de la UE también un efecto deficitario muy limitado sobre las cuentas públicas (menos de 0,3 puntos procentuales en el escenario más pesimista), sin contar que hay margen reduciendo otras partidas de gasto menos apremiantes. Por consiguiente, no hay que renunciar a la solidez fiscal.